«¿Qué hacen en el cole si no tiene árboles?», preguntó hace poco la hija de un amigo. Justo le “tocaba” entrar en un colegio que apenas tenía árboles, y los pocos que había eran tan escuálidos que no se podía trepar por ellos.

La pandemia del Covid-19 puso sobre la mesa la realidad aplastante que muchas de nosotras vivimos, rodeadas de asfalto, a veces con poca luz natural, y con un escaso contacto con la naturaleza que se reduce al pasar rápidamente al lado de cualquier árbol en la calle.

Árboles llenos de colillas y servilletas usadas, o todo un submundo de objetos que poco tienen que ver con lo natural. Árboles asfixiados por el asfalto y a los que las criaturas no pueden trepar.

Vamos tan deprisa, que no les prestamos atención. Tal vez no sabemos ni de qué especie son, y si hoy tienen hojas o no. O tal vez lo sepamos porque miramos al suelo con la cabeza gacha por las prisas y la mecanicidad.

En esta vida de intelectuales, no se nos ocurre dar las gracias a los árboles, a pesar de que sin ellos estaríamos muertas. “Eso es cosa de niños”. Sin embargo, y de manera un tanto incongruente, enseñamos en los colegios la importancia de respetar a la naturaleza, cuando somos adultas nos planteamos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), o hablamos sin parar de que los productos de tal supermercado son más ecológicos que los del otro. Y algunas de nosotras, afirmamos vibrar con los postulados del ecofeminismo.

Pero, ¿recuperar nuestro origen perdido, nuestra relación íntima con la naturaleza, depende de esto? Algo me dice que no…

Cuando elegimos un lugar de vacaciones, a veces escogemos un entorno natural. Eso no significa que verdaderamente lo visitemos con actitud de apertura, y la naturaleza queda relegada a una postal de fondo, como la imagen de un chroma que podríamos cambiar con sólo pulsar un botón. Lo que ocurre es lo de siempre: comer, beber, dormir, comer más, beber más, seguir dándole vueltas al tarro, recordando dramas, continuar con nuestra mecanicidad aunque estemos de vacaciones.

Y mientras la naturaleza sigue dándolo todo, permitiéndonos seguir vivas.

De fondo, sigo sin ser consciente de mi respiración, sin dar las gracias por cada brisa que acaricia mi rostro, sin dar al gracias al sol que nos nutre. Sigo en la queja del puñetero mosquito, del sol que me quema, del viento que arruina mis planes, de la cerveza caliente… ¿De qué más nos hemos quejado este verano?

Al volver a casa, tras las vacaciones, nos juramos y perjuramos regresar pronto a la naturaleza, pero la mecanicidad impera. Volvemos a pasar rápido cerca de los árboles de la calle porque llegamos tarde, sólo miramos al cielo para saber si el sol o la lluvia arruinarán nuestro día, y las niñas y niños seguirán yendo a colegios con árboles escuálidos.

Esperamos el momento perfecto para disfrutar de la naturaleza, pero… ¡qué triste que eso se reduzca a escasos fines de semana o cortitas vacaciones!

Ante estas circunstancias, me pregunto…

¿Cómo sería nuestra vida si en la realidad que tengamos cada cual, valoráramos la naturaleza cada día?

¿Cambiaría algo en mi interior si pusiera la atención en dar las gracias al árbol que tengo frente a casa, si antes de entrar en el coche mirara al cielo y recordara que formo parte de un todo, si diera las gracias a los pájaros por regalarme sus cantos?

A las niñas y niños les sorprende ver una hormiga, una paloma… Cada animal, cada ser del universo, tiene una función y aporta algo a nuestra vida, aunque nos ocupemos de calificarlo como agradable/desagradable, feo/bonito, beneficioso o no. Pero la niña, el niño, no juzgan, se sorprenden, observan, preguntan, saludan a la hormiga y le preguntan a las nubes sin han dormido bien.  

Le pido al Misterio de la Vida que me ayude a tener conciencia de la naturaleza que me rodea, que me ayude a tener voluntad para agradecer lo que hay a mi alrededor, aunque a día de hoy tenga que ser rodeada de asfalto. Al menos un minuto al día, y, tal vez, así añadir una semilla más al saco de “momentos de conexión” con lo verdaderamente importante.

Y tú,
¿qué cosas podrías hacer en tu día a día, sin esperar a irte de vacaciones o vivir al campo, para nutrirte y agradecer la naturaleza?

¡Me encantará si en las redes sociales compartimos nuestras experiencias por escrito, para que todas nos inspiremos y ayudemos así a recuperar parte de nuestro origen perdido!

PD: hoy, al hilo de pasar a limpio el texto de este post, comenzó a llover. Estuve a punto de cerrar rápidamente la ventana del salón, ocupada y concentrada en escribir una comunicación para un congreso. La cerré, pero recordé las palabras que había escrito en la mañana, estas mismas palabras que acabas de leer. Me paré y me acordé de mí, de que formo parte de la naturaleza, de que la lluvia que cae me da la vida. Abrí la ventana, saqué fuera la cabeza. Respiré, me mojé, y di gracias al agua y al Misterio por regar nuestros campos y ayudar a que se extingan los fuegos. Gracias, gracias, gracias.

Inmaculada Sánchez Márquez

 

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